jueves, 26 de agosto de 2010

Sobre Gabo...


En la lectura no soy asiduo, de hecho no debo haber leído más que solo letreros de vallas publicitarias, uno que otro libro, estupideces en revistas para hombres y la letra menuda de los billetes.



A pesar de eso me he tomado el trabajo, con más deleite que con esfuerzo, de leer a Gabo en presentaciones como: “Del Amor y Otros Demonios”, “El General en su Laberinto”, “Noticias de un secuestro” y “Relato de un Naufrago”. Cada una de las anteriores fue un eslabón que ató a la siguiente, razón por la cual debo considerarlo, a Gabo, de mi entera admiración.


Me encanta la experiencia de poder acariciar los paisajes de la vida antigua y los ademanes cómicos de su gente; me gusto aun mas conocer el lado humano de un héroe del que apenas se pensaba que guardaba sangre en sus venas estreñidas; y resulto siempre fascinante la sensación de omnipresencia en la historia álgida del narcotráfico y la política del miedo. En el “Relato de un Naufrago” descubrí la razón por la cual, Julio Manzo, nunca volvió al astillero cargado con las dádivas prometidas para su casorio con la hermana de mi abuela.

Hormonas cibernéticas



Recuerdo que mi llegada al internet estuvo marcada por el alboroto de mis hormonas adolecentes, tan pronto descubrí que el cable del teléfono serbia para aquello, no tardé en buscar claves piratas de acceso telefónico a la red.          
Luego del odiado chirrido de la comprobación de contraseñas y protocolos, el primer paso era siempre el de entrar en la moda de Latinchat, un espacio donde por primera vez se me permitió falsear mi edad para acceder a conversaciones adultas que harían sonrojar a cualquier célibe, esto sin contar las incursiones por paginas mas graficas y sugerentes. 

 Aquello del estudio resultaba secundario cuando Encarta, la enciclopedia virtual actualizable de mi época colegial, solo adolecía de un sistema para la inserción mental (apropósito de El Origen) de conceptos y significados, para todo lo demás dejado al mero hedonismo colectivo, privado o íntimo estaba el internet telefónico o Mastercard.  En mi caso fue siempre el internet.

En un inicio mi cuenta de correo fue compartida con mi mejor amigo del colegio, quien además era el mayor traficante de cuentas piratas de acceso a la red. Contaba el, con tono burlesco, que su primo las robaba de un Café Internet con un programa para Hacks. Fue en esa cuenta de correo compartida donde descubrí que no era el único que le daba al internet un uso banal  y fue ahí cuando, al ser testigo de lo íntimo que se hacían esos espacios, decidí mudarme a un cuarto más seguro, con derecho a la privacidad y, sobre todo, con derecho a ver solo lo que a mi pertenecía. 

Mi primer intento fue en Latinchat, pero luego en un giro brusco de la moda aquel host de correos e intimidad ya había perdido vigencia, incluso algunos me preguntaban cómo demonios se escribía mi dirección e-mail, de tal manera que me expandí a Yahoo, Hotmail y últimamente a Gmail con la impresión de no perder ya mas la legitimidad de la comunidad cibernauta. Todo esto para perder, en últimas, la costumbre de revisarlos a raíz del boom de las redes sociales que, en términos económicos, apareció en el mercado como un falso producto complementario y terminó siendo suplantador de funciones de almacenamiento de texto (incluso, en alguna medida, multimedia) y mejorando el sistema de notificaciones en tiempo real.

A pasos de Tv



Puedo definir con claridad que mis más marcados recuerdos de infancia pertenecen a un televisor Hitachi con scrol análogo y diseño en madera osca, que se prendía justo después de terminar con premura y descuido las tareas del colegio y se apagaba cuando salían algunas líneas de colores al final de la transmisión.
La radio había sido patrimonio exclusivo de mis padres y el internet me resulto demasiado reciente para rememorar nostalgias; La televisión fue un nicho perfecto para nuestra infancia traviesa y colmada de objetos potencialmente dañinos, cosa que en palabras de Lavoe se resumiría en la letra de su canción “Cancer” del álbum Reventó, 1985, gravado aun bajo el sello de Fania Records:



“Todo a tí te da cáncer,
todo a tí te da cáncer...
no hay cura no hay respuesta,
todo a tí te da cáncer.
No toques eso, no trates de reír
tomate esta pastilla
el doctor lo quiere así.
No trabajes tan fuerte ten cuidao.
No planees la sepultura
cuidao coco pelao.
"Oye te voy a decir una cosa
no trabajes por la noche,
no duermas por el día,
te vas a sentir bien,
no tomes cafeína porque
mira te da cáncer,
todo, todo ahora da cáncer"


Era, sin lugar a dudas, la televisión, la única actividad en la cual no sentíamos la respiración agitada de nuestros policías paternos, muy porque además no podían someter a juicios la selección de lo que veíamos por razones tan obvias que no merecían explicación. O, ahora me pregunto, ¿será que alguien pensó que Winnie Pooh era un psicópata en potencia? O ¿será que Barnie definitivamente mandaba señales de humo con la declaración de su sexualidad o era mejor la campaña de expectativa del Viagra?
Hasta esa etapa la televisión solo dañaba la vista y estos males, por demás, estaban vistos como males de daño menor por su alto índice de corregibilidad.




Luego llego la etapa de la sangre con la trilogía de Dragón Ball (incluido el GT ramera) y la interpelación de sus contenidos coincidía perfectamente con los sueños engrandecidos de una infancia precoz que ya con Superman y Batman había degustado los leves indicios del poder sobrenatural del cuerpo, la saga en cuestión fue un salto desde lo simple e inocente a lo complejo e intencionado. Había sucedido algo similar con la saga de Súper Campeones algún tiempo atrás, jugando con mi sueño perpetuo de ser futbolista y de colmar canchas con un “talento propio” que no iba más allá de saber que era incapaz de hacer filigranas; incapaz de labrar jugadas; incapaz de cobrar pelotas quietas, tampoco en movimiento las resolvía; incapaz de hacer goles y, por el contrario, bastante capaz de hacerlos en meta propia; incapaz de dar testases e incapaz de hacer mas de 2 cosas bien en el mismo partido… por todo lo demás siempre fui muy buen jugador.




A propósito del futbol, recuerdo que después de la tercera celebración de los nuestros en Buenos Aires, ante la vista estuporosa de la platea popular del Monumental, se terminaron de encender los pocos televisores que había en la isla de San Andrés y al final, hasta mi papa, un ateo acérrimo del futbol, se unió a la fiesta en una caravana de motos, pitando al unisonó cual correcaminos. Aun puedo recordar el alarido humano (no profesional) del William Vinasco Che narrando con desespero el último de los cinco y contando con el pecho hinchado y su mano en el corazón, casi como si cantara el himno, que Maradona aplaudía al “Mono” bendito.

El origen


La fría cama no causaba ninguna sensación en el cuerpo tembloroso y mortecino de mi madre; no hubo anestesia más poderosa que su preocupación disimulada, que era recurrente en sus recuerdos tras un fracaso primerizo, sufrido con mesura y soledad marital.
A escasos metros, muy orondo y muy majo, el médico se preguntaba sobre lo que habría sido de “el loco” Rene Higuita, sino hubiera tenido la suerte de encontrar un paquete de medias de lana rotas en sus extremos, y la genialidad de utilizarlas para emular a Gordon Banks en el esplendido barrial de su comuna. A todas estas, había olvidado - El médico-  que en la habitación contigua tenía en cama a una paciente en estado de preñes diezmesino, medicada con altas dosis de Pitocin que ardía en sus entrañas anestesiadas de miedo: habían sido, entonces, 22 horas de descuido medico que ultimaron con negligencia la matriz de mi madre.


Debían ser las 6 de la tarde en la fría clínica de Teusaquillo, cuando se paralizaron las actividades médicas para atender, con exclusividad inaudita, el partido mítico de los nuestros contra los indomables cameruneses de Roger Milla y su jauría de guepardos correlones. El médico de mi madre, que no se perdía la corrida televisada de un catre, arrimo con inusitado patriotismo a verse el espectáculo futbolero, previendo hacer parte de un hito histórico nacional.
A esa misma hora y aprovechando el descuido de los médicos, Sandra, amiga entrañable de mis padres, hizo de mula para hacer entrar a la habitación de mi madre un arroz con pollo para maquillar la palidez de su rostro y las ojeras profundas. Su apetencia fue tal que la orgia, cual gula romana, termino en un vomito con color de arcoíris; esto les hizo suponer, algún tiempo después, que el vomito había despojado la pócima toxica de los medicamentos crudos y expansivos.
30 minutos después el médico encontró la respuesta de su pregunta banal cuando “el loco” haciendo gala de su mote avanzo con la “pecosa” con cierta fanfarronería de “showman”, intentando un amague ante la figura corpulenta de Milla y dejando a complacencia del guepardo la disposición del arco desprotegido. El médico no estuvo feliz de saber su respuesta.



-          ¡Ya se! – dijo ofuscado - Ese malnacido no debió ser otra cosa que un choro de comuna ¡sicario!  
Mi madre, que no había sentido contracciones, ni flujos, ni dilataciones, padecía el efecto de la exposición prolongada a medicamentos. Mi padre, ya cansado de la situación, tomo por el cuello al médico y lo amenazo con puñetazos si al cabo de algún tiempo prudente no se conseguían resultados favorables. El médico, por su parte, acomodo sus gafas y accedió, más por la decepción del futbol que por su labor de salvavidas.
A la 1:03pm del 24 de junio, nació un extraño feto diezmesino, moreteado y maltrecho del que apenas se distinguían los orificios de sus fosas nasales, su boca y sus ojos, los cuales parecían todos labrados con punta de alfiler e hilo de nylon.  Su cabello fue lacio, heredado con fortuna  de su familia bogotana. Los moretones fueron causados por una asfixia en la placenta que más adelante se manifestaría como secuela psicológica en los siempre sollozados baños de mar sanandresanos.
El médico, a su manera, se sintió orgulloso de haberlo hecho todo mal y se felicito por su labor, para su suerte, y para infortunio de sus futuros pacientes, “El loco” Rene Higuita no se puso los guantes en Estados Unidos 94, a cambio trajeron a un púber que se dejo manosear de los Rumanos.  

El nombre...

Al cabo de un tiempo y en una obra genial de creatividad, mi padre, demasiado orgulloso de lo que había logrado y, quizás, previendo las referencias a emular, decidió que su nombre, Ricardo, era demasiado bueno como para apalabrar la existencia de dos individuos con relaciones filiales cercanas.
De ahí mi nombre, Ricardo, registrado únicamente ante reguladores de buena fe, pues con prudencia prefirieron dejar el bautizo para un estado consiente de uso de razón y evitar imponer apellidos ante un Dios que no fuera de mis preferencias.